Pregón de la Feria del
Libro de Sevilla de 1993
EMOS venido hasta el Parque, al arrimo de los libros,
que nos esperan ya colocados y dispuestos a salirnos
al paso, a mostrarnos el colorido semblante de sus
portadas, sus personalísimas hechuras y también
cochuras, puesto que algo de pan todavía tibio
tienen los libros recién salidos de la imprenta,
de la cuidadosa hornada que el editor prepara un poco
así como se acicalan a los hijos en la mañana
toda luz de la primera comunión.
Al Parque hemos venido para amigarnos con cientos
de libros, que es como decir con millones de frases
y pensamientos, de sueños embriados en el papel,
en las páginas del libro nuevo, al que tomamos
el peso con un placer único para la acariciadora
sensibilidad de los dedos, como si, junto a sus promesas
de ensueño, se nos entregara el libro con un
no sé qué de encanto físico,
pletórico racimo de palabras, prenda de una
lealtad que, por supuesto, garantiza valores que van
mucho más allá del precio.
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Se muestran contentos los libros en la jugosa lozanía
del gran jardín de Sevilla. Se diría
que disfrutan respirando la solemne vecindad de los
altos árboles, dichosos por ese repentino parentesco
que contraen con los rosales y las fuentes. Adquieres
un libro, y, al abrirlo, brotan de su entraña
impresa los cautivadores aromas que pudieran seducirnos
en los diversos panoramas y circunstancias de los
sueños: aromas de sentirnos a salvo del frío
en la cariñosa apertura de la familia, los
salinos olores de las barcas, el vigoroso perfume
de los trigales verdes, la sevillanísima esencia
de los naranjos callejeros, y, sobre todo, ese indefinible
olor del papel tan nuevo, que se parece tanto al ácido
olor de la yerba fresca recién cortada y del
resinoso pinar bajo la lluvia.
La primavera se mueve entre los "stands"
como una apretada y airosa muchacha. Hermoso tiempo
éste para dejarse alterar la sangre por cuanto
nos entra por las ventanas del mirar y por los deliciosos
y sutilísimos calambres del tacto, por el profundo
saboreo del agua con la novísima sed que inauguramos
con las primera temperaturas subidas, por los invisibles
paraísos que nos ganan el alma por los caminos
del olfato y por la música que no se oye, aunque
sí se intuye, en las vibrantes complacencias
del aire.
Ningún otro tiempo nos obliga tanto a salirnos
de nosotros mismos. Ningún período del
año se nos muestra tan propicio para acercarnos
a la lejanía por las lentas sendas del libro,
porque archisabido es que cada libro está encarnado
en imprevistas tentaciones de aventura, tramo de horizonte
cada línea, cada página un mundo habitado
de sorpresas, gente amiga nuestra para siempre los
personajes que nos salen al encuentro de capítulo
en capítulo, y, al final, justo cuando cerramos
el libro, vivimos la sensación de que se nos
aviva incrementando el tesoro de la sensibilidad y
de que hemos añadido a nuestra memoria todo
un nuevo universo de paisajes y pensamientos, de alegrías
y frustraciones, de modos de emocionarnos y también
de grandezas de corazón con las que aprender
a compadecer.
Si a la Feria del libro llegamos solos, se nos emocionará
la mirada ante tanto título prometedor de realidades,
trascendencias y fantasías, movilizados nuestros
adentros por tanta incitación a la ilusión
y la añoranza. Y si venimos acompañados,
concelebraremos con nuestra gente el hermoso rito
de ir saludando con la atención libros y más
libros, sin comprar ninguno todavía, como si
estuviésemos temerosos de que, al llevar con
nosotros un primer libro elegido, pudiéramos
causar delicadas y sutilísimas humillaciones
en todos los demás, innumerables, que nunca
serán nuestros, libros que habrán de
quedarse ahí, únicamente contemplados,
ni acariciado siquiera el amable y mágico reclamo
de sus cubiertas... Casi como personas vienen a ser
esos libros que parecen esforzarse en conseguir nuestro
aprecio definitivo, ansiosos de que los llevemos a
casa entre las cultas caricias que dedicamos a los
tomos aún no leídos, a los ejemplares
que, acabados de adquirir, colocaremos sobre la acostumbrada
mesa de nuestras lecturas, puestos allí, bien
a la vista, para que nuestro regodeo de lectores acreciente
con los aplazamientos las soñadoras perspectivas
de quedarnos sin otra compañía que la
del silencio, para alzar la tapa y hacer nuestras
las palabras impresas de la primera línea.
Momentos esos en los que, por cierto, con bastante
frecuencia, echamos de menos la atractiva circunstancia
que nos ofrecían aquellos modestos libros de
otra época, cuyas páginas habíamos
de abrir con cortaplumas, dejando en los bordes una
encantadora pelusilla que tanto tenía de testimonio
en aquel primero y profundo acto de amistad con nuestro
libro.
Una tenue e imperceptible comunicación se establece
entre las librerías de la Feria y los sugestivos
mundillos de nuestras bibliotecas, donde se alinean
los tomos como sucesivos gestos de nuestra existencia:
libros que sembraron las primeras semillas literarias
en los amplios y receptivos barbechos de nuestra juventud,
y libros que fueron excelentes compañeros de
viaje en los obligados rumbos de la hombría,
páginas paralelas de los sinuosos trayectos
de pesares y júbilos, de precipitaciones y
pacientes, papeles en cierto modo sagrados que nos
pusieron luces durante tantas noches cerradas, hojas
que nos fueron enseñando el arte serio y profundo
de administrar la alegría y del no darnos por
vencidos tras cada nueva batalla perdida.
Libros de solemnes tapas duras que tienen algo de
cofres para conceptos más o menos inconmovibles,
y libros que, ligeramente encuadernados en rústica,
se enseñan en nuestros anaqueles con el acomplejado
orgullo de los humildes que se saben importantes y
sabios. Libros que, al abrirlos porque sí,
incluso sin intención alguna de releerlos,
en un simple ademán rememorativo, nos hacen
retroceder un buen número de años, hasta
humanidades que teníamos olvidadas, mientras
contemplamos la simbólica amarillez de sus
hojas con la extraña fijeza de los intensos
momentos de nostalgia.
Y, cómo no, entre las páginas de esos
libros, puede ser que hallemos la emotiva y romántica
cursilería de la flor disecada, o algún
papelito en el que anotamos nombres, direcciones y
teléfonos de muchachas cuyos rostros se nos
reaparecen imprecisos, movidos y como ondulados en
los mitológicos espejos del agua... Y también
recortes de periódicos y programas de mano
y trozos de cartas con los que señalábamos
puntos de lectura en días lejanos, y que nos
intrigan en el presente con su ausencia de firmas
y con unas frases, que, precisamente por incompletas,
nos resultan ahora tan sugerentes y atractivas.
Hemos colocado libros en distintas estancias de nuestros
hogares, y no parece sino que, mucho más que
nosotros contemplarlos, son ellos los que nos contemplan
desde diversas épocas de nuestra vida, porque
estuvieron con nosotros en aquel lugar y a aquella
hora, nada más iniciada una nueva emoción,
o acaso en unos modos nuevos de recibir los sabios
aleccionamientos de tal o cual desengaño, páginas
que hicimos muy nuestras, al enredar entre sus letras
las reflexiones de unos instantes decisivos, de cara
a unos futuros que ya se han encarnado en este presente
que gozamos o padecemos.
Están nuestros libros en los despachos, salas
de estar o cuartos donde hacemos un poco de vida aparte
para el trabajo, la reflexión o el estudio,
y, de cuando en cuando, aún sin leerlos o sin
tan siquiera abrirlos, palpamos en ellos breves biografías,
y, con tales volúmenes en las manos, entrecerrados
los ojos, nos vemos a nosotros mismos en mañanas
muy jóvenes o en crepúsculos que señalaron
la densa seriedad primera de nuestra madurez.
Libros también en nuestro alojamiento del hogar,
libros que habitaron los inquietantes tránsitos
de interminables viajes ferroviarios, libros que leímos
en el estallido de luz de un mediodía de playa
o con la vida puesta al pairo de enfermedades y obligados.
Y, cómo no, todos nos hemos imaginado, alguna
vez, con el aire libre de un libro entre las manos,
para matar las enemigas horas de una cárcel,
cuando quisiéramos que los minutos pasaran
como semanas y las semanas como años...
Y, por supuesto, existen libros amables y libros cuchilleros,
libros que nos ayudaron en los nublados la alegría
y libros que nos dieron a conocer los gestos mas desagradables
de la vida. Libros en los que aprendiste a conocer
el interminable dolor de pueblos enteros y libros
que se incorporaron a tu vida, hasta el punto de convertirse
en verdaderos latidos de tu corazón.
Finalmente, aquellos que han escrito libros suelen
tenerlos al alcance, aunque muy raramente para abrirlos,
y, menos, para volver a leerlos, puesto que eso acarrearía
el esquinado riesgo de encontrar en sus páginas,
con penoso retraso, innumerables defectos definitivamente
incorregibles, después de haber puesto en ellos
tanta vida propia, al igual que cuando, al repasar
nuestra biografía, no podemos enmendar ya las
inevitables erratas de lo vivido.
Vayamos pues, en esta hora, hacia los libros que nos
están esperando en la hermosura vegetal del
Parque. Simpaticemos con sus semblantes, y entablemos
amistad con ellos, porque todos los libros, cada uno
a su estilo y manera, han nacido para ser llevados
a nuestras casas como leales promesas de vida muy
viva y de imaginación siempre dispuesta a recorrer
los profundos caminos de las más sagradas utopías
y de las más sanas y luminosas libertades.
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