Manuel Jiménez González



  Torero

 

Se consolaba el hambre con la copla
y estaba limpio el patio.
Por la tarde, la madre
regaba las macetas
igual que recorriendo
palacios derrumbados por la sangre.

Se acariciaba el pan de cada noche
como si fuera Dios entre las manos,
y los ojos del padre
apaleados reyes parecían
cuando el pan se acababa con silencio.

Se amontonaron quince primaveras
en la cima del sueño del muchacho
y se vio en el espejo
profetizado ya para algo grande.

Su recuerdo del campo
le embestía por las sienes
y nada se salvaba
de convertirse en toro por el aire
de la triste plazuela.

Y todos los sudores de la vega,
y todos los inviernos
de las manos moradas
cogiendo la aceituna
hirvieron en la estampa
de un toro sin pelaje todavía.

Los callos de la historia de los callos
se apretaban con furia
en el duro dibujo de unos cuernos,
y supo que a la orilla de la muerte
hay música esperando a la pobreza.

El andar se le puso confiado y solemne,
con empaque de estatua,
y miró a las muchachas desde entonces
con la fiera ternura de los héroes.

Por la noche, a la hora
de acariciar el pan
como si fuera Dios entre las manos,
le dio un beso a su padre entre los ojos,
entre los ojos mansos de su padre
que apaleados reyes parecían
cuando el pan se acababa con silencio.

 
José María Requena - (Gracia pensativa)