La cuesta y otros cuentos
Sevilla, Caja Rural, 1979. (Premio Aljarafe de cuentos)

Cuentos de cal y sol
Sevilla, Lautaro, 1990.

La soledad repartida

Sevilla, Diputación, 2000.


LA CUESTA Y OTROS CUENTOS

"Es La cuesta y otros cuentos un libro de paisajes muy creados por aires de infancia en el pueblo y cerca del pueblo. Sobre todo en el pueblo de Carmona, un pueblo que tan entrañada y dramáticamente estuvo unido siempre con el campo y con todas las humanidades que en el campo maduran, bajo unos soles tantas veces pesarosos. Un campo, en fin, muy andaluz, un campo muy de esta Andalucía nuestra a la que nunca podremos entender y enaltecer del todo, si antes no amamos, muy a lo hondo, las significaciones todas que merece y exige la anchísima y enorme soledad en la que están abatidos y olvidados la tierra y los hombres y las cosas de la tierra.

El autor




Algunos textos de "La cuesta y otros cuentos"...

La cuesta

En el rellano de la cuesta, ante el portón de la taberna, se agolparon los hombres y los niños, con más regusto que preocupación. Las culatas pardas de los mulos despedían salpicones de sudor caliente bajo el chasquido de los latigazos. Pero, una y otra vez, los descompuestos tirones de las bestias resultaban impotentes ante el empinado desafío de la calle. Varios hombres, arracimados sobre las talanqueras del carro, evitaban, con su echarse a peso, que el amontonado poderío de los costales trigueros levantara del suelo la resignada silueta del macho de varas. De un lado para otro, como enloquecido por una batalla a punto de perdida, farfullaba palabrotas el carrero, chorrito de espumarajos desde la barbilla a la pelambre del pecho, repartido el mirar por los bajos del carro, como si intentara darles ánimos a los maderos de la galga en sus crispados frenajes sobre las ruedas. pero, sobre todo, ningún otro gesto repetía tanto como aquél de achicar los ojos, al compás que daba un saltito aniñado, para ver llegar soluciones o alivios allá por los altos del repecho, entre las orejas tiesas del mulo puntero.

Por las faldas amarillas de la cuesta subía la calentura agosteña de la vega, mitad promesa de trigal todavía, mitad rastrojo dolorido y como de uñas, durante el concierto a tijeretazos de la chicharras panzudas. Duro y enemigo recibimiento del pueblo era la pendiente aquélla para el oro de la mina plana, cargas de oro de los carros, oros que el pueblo había visto pasar, durante siglos, desde la tierra hasta los graneros, y camino después de la estación, rumbo a lejanas y fabulosas cuentas corrientes de quienes no pisarían en su vida los surcos de la propia riqueza.

De pronto, un creciente rumor de voces sobresalió muy por encima de los sordos sonidos de maderas a punto de crujir y de músculos cercanos a la rendición.

Otra cara era, por fin, la cara del carrero, desde momentos antes de llegarle claramente la entusiasmada letra del bullicio que sonaba allí arriba: "Los borricos del múo... Los borricos del múo..."

A manojos estaban las mujeres en azoteas y balcones. Pasillo de admiración silenciosa abrieron los niños para la serena humildad de los borriquillos, los cuatro, de pelaje gris, como de algodón restregado en ceniza vieja, lentos y cabezones, adormilados y tristes. Montado en el último, larguirucho y sonriente, casi a ras de suelo las punteras de sus alpargatas negras, llegaba Tomiro "El Mudo", con el sarcasmo brincándole en unos ojos muy charlatanes, muy de sordomudo, ojos muy a la escucha también, siempre al tanto de los sonidos por pura listeza de ojeadas y en continuo y silencioso discurso de gesticulaciones y visajes.

Aplausos limpios sonaron cuando los cuatro borriquillos areneros quedaron unidos a los mulos por los viejos y renegros ataharres, y sólo el quejido de las ruedas se escuchaba cuando Tomiro despertó a sus animalejos con un extraño griterío, mezcla de sabe Dios qué modos de arrear con los misteriosos insultos inventados por alguien que sólo conociera la palabrería agresiva de los manoteos y el desdén subrayado con el asco de unos movimientos en los labios abultados.

Se animaron de repente las patas de los mulos, hasta entonces tiesas y agarrotadas como estacas nuevas de olivo. Los cuellos recobraron vigor y vida bajos los collarejos y de nuevo surtieron chispazos al imponerse la ansiedad de las herraduras sobre la indolencia resbaladiza del empedrado. De izquierda a derecha penduleaban los borriquillos como veleros que buscasen los vientos más certeros y mañosos en este raro salvamento a cargo de los pequeños durante el naufragio de los fuertes.

Y, en efecto, barquitos parecían, tira que te tira, en esfuerzos pequeños y continuos, hasta que la ruda galera gruñó en lento desperezo y volvió a moverse, cuesta arriba, locos los niños de alegría al son de cada medio metro de conquista, siempre el milagro en las patas endebles de las bestias más chicas.

Ya terminada la faena, se mojaron de sudor las manos de los niños en sus lentas caricias entre orejas. Un vaso enorme de vino blanco entró a saco por la boca gritadora de Tomiro. Un par de gestos del carrero anunciaron al mudo que le recompensa por tamaña ayuda le llegaría más tarde. Ni más ni menos que otras veces. Cinco duros de aquellos, de cuando todavía no tenían camiones ni los labradores más ricos. Veinticinco pesetas, para seguir pegándole tirones a la vida, allí en la cueva espaciosa de los alcores, pesebres al fondo y adorno de gitanillas y geranios a la entrada, todo el pueblo a los pies, palacio sin puertas, hermoso mirador para contemplar por agosto, más allá del hondón de Arroyo Viejo, la fatigosa subida de los carros cargados de trigo, a la espera tranquila de que el carrero empiece a colocar piedras grandonas tras las ruedas, cada vez más seguidos los parones, cada metro más cerca de que alguien se llegue a la taberna para que agite el trapo negro desde la azotea en señal convenida con el dueño de los cuatro borriquillos.

Pero más, mucho más que los cinco duros de mañana, le ilusionaba, como siempre, el otro gran precio de costumbre, el otro premio cuyo cobro aguardaban silenciosos los vecinos.

Encarados estaban ya los mulos hacia la querencia de sus cuadras, cuando, después de un cruce de miradas con el carrero, subió el mudo, muy chiquillamente, hasta la cima misma de los sacos, para palpar con manoseo casi amoroso las curvas duras de los costales, hasta que, elegido uno de ellos, sacó su larga navaja y, a puñalada limpia, fue sacando grano como si fuera recuperando perdidos recuerdos o malogradas sangres, puñados de verdades muy valiosas y antiguas, con los que fue llenando las muchas talegas que las mujeres le echaban jubilosamente desde todos los balcones y ventanas.


El melón más grande

Siempre ocurría lo mismo. Al atravesar la vega, la consideraba toda suya. Por nada del mundo se cambiaría Enrique "El sabio", puro hueso las piernas, como badajos de campana en la holgura de los anchos pantalones de telilla gris, sobre el burro grandón, burro padre en sus tiempos, escandalera entre los chiquillos al verlo cubrir las yeguas en la corraliza, hasta que, ya inservible para la crianza de muletos, se salvó del apuntillamiento allá por la escombrera, cuando el viejo decidió llevárselo, para darle fuerzas nuevas con raros conocimientos de yerbajos de sierra, fantasiosos masajes por las coyunturas de las patas, empapamientos de agua fría en los hondones de las sienes y buen calorcillo de terciopelo negro sobre los escurridos lomos por la noche.

Mucho camino amarillo le quedaba por delante hasta poder sentirte como más joven en el verdor del melonar, leve pincelada todavía en el suave horizonte de las lomas.

Como látigos dibujaban sus brincos los tres galgos negros por uno y otro lado del camino, igual que si persiguieran liebres tan sólo imaginadas, en rapidísimos trazos de entrevesadas culebrillas. Galgos famosos en los contornos, más que por ellos mismos, por lo que Enrique "El Sabio" contaba y no paraba de sus velocidades y listezas, galgos los tres con nombres de mucho poderío - "Sultán", "Marajá", "Faraón"- que hasta habían llegado a inventar la estrategia del relevo en la persecución de los brujos conejos incansables. Galgos que, contagiados por la alucinada grandeza del viaje, se quedaban de pronto parados y altivos como si esperaran que alguien los eternizara en lienzos.

Enrique "El Sabio" pensó que su nieto Josele estaría durmiendo la siesta, al aire el ombligo en la barriguilla abultada por la hartura de gazpacho, un poquito de brisa, muy poca, de tarde en tarde, atravesando con alivio la hojarasca del chozajo. También daba por descontado que no dejaría de dar vueltas y más vueltas la chiva color ceniza de cigarro puro bueno, ramoneando tallos de biznagas un poco así al sesgo, como por entretenimiento, mientras que el borriquillo del chaval, párpados caídos a plomo de resignación, vuelve la cabeza, una y cien veces, a la busca del frescor de los dos cántaros ocultos a medias en el sermón crujiente, pero sin conseguir pasar la calentura de la lengua por alguna de aquellas dos panzas de barro bronceado por el milagro de la humedad.

Antes de media hora llegaría, por fin, ordenando silencio entre sus galgos, porque le encantaba ser él mismo quien despertara al nietecillo, después de presenciar con embobamiento el modo aquel tan ancho con que se duerme a los nueve años. Y, también como siempre, aquello de elegir una brizna de yerba para cosquillearle en la garganta, por la frente, en las orejas, y sorprender palabras a medias que parecen filtrarse de la rara vida del sueño a esta otra vida recalentada por un sol de Julio que se queda como distraído sobre la reseca techumbre de la choza.

Y, después, nada más echar el nieto su trago de agua para animarse la garganta, se irían los dos hacia el melón verde oscuro, el gran melón del melonar del año, el único melón que continuaba aún al ritmo de su planta, vendidos ya todos los demás, porque sólo aquel melón había merecido seguir vivo y creciendo, hasta que Enrique "El Sabio" señalara el día y la hora en que calarlo sin prisa y con ese no sé qué tan despacioso con que el párroco dice la misa de doce los domingos. Decidido estaba que el melón mayor del melonar sería el padre de los melonares venideros, gracias al corazón amarillo de sus miles de pepitas que, arropadas en la melaza, serán puestas a secar como una esperanza puesta en la primavera que viene.

Y, para después de calar y probar el gran melón del año, Enrique "El Sabio" llevaba liados en papel marrón de estraza dos pitillos de tabaco rubio.

- Esta vez -le había dicho Josele- quiero que tú y yo celebremos la cosa como un par de señorones ricos.


Marzo de 2011

Carmona a vuela pluma
La Delegación de Cultura del Exmo Ayuntamiento de Carmona, Olavide en Carmona y Servilia Ediciones, presentaron en el Parador Nacional de Carmona el libro: "Carmona a vuela pluma. Antología de escritos carmonenses. José Maria Requena". Antonio Montero Alcaide, editor de la obra, junto a Juan María Jaén Ávila, hicieron una semblanza de los textos recopilados y la biografía del autor. ampliar>>

Junio de 2010

Pintura y poesía
Entre el 4 y 20 de junio se expone en la Biblioteca Pública Municipal de Carmona una muestra de pintura a cargo de alumnos del Aula de Pintura de Carmona, que bajo dirección de la profesora Dña. Manuela Bascón han realizado una serie de cuadros inspirados en poemas de José María Requena. ampliar>>

Enero de 2010

Memorias del periodismo sevillano
Con motivo del primer centenario de la Asociación de la Prensa de Sevilla, se presentó la obra "Periodistas de Sevilla (Retratos de autores de dos siglos)", editada por Mª José Sánchez-Apellániz, y que recoje un homenaje a las personalidades más destacadas del periodismo hispalense en los últimos dos siglos. ampliar>>

Julio de 2008

Décimo aniversario
El 13 de julio de 2008 se cumplen diez años de la muerte de José María Requena. El escritor sevillano Antonio Montero Alcaide homenajea su memoria en un artículo en ABC de Sevilla. ampliar>>

Noviembre de 2002

Publicada la obra completa
Editada por el Ayuntamiento de Carmona, ya está disponible el tercer y último tomo de las obras completas de José María Requena. Se trata de un total de tres volúmenes que recogen toda su producción poética, novelística, ensayística y de narrativa breve, además de una selección de artículos de prensa y diversos textos. Para más detalles: archivo@carmona.org
Teléfono: 954191458


Antonio Petit Caro
Reivindicación de José Mª Requena en el cincuenta aniversario de la muerte de Juan Belmonte
"Ahora que se conmemora con los honores que le son debidos a su memoria los 50 años de la muerte de Juan Belmonte, es momento para reivindicar la autoría de la primicia periodística de aquella luctuosa noticia. Y es que fue el escritor, poeta y periodista sevillano José María Requena quien primero lanzó al mundo la versión completa de lo que no fue sino una tragedia en "Gómez Cardeña"...." ampliar>>

Manuel Losada Villasante
En recuerdo de José M. Requena
"Compartí con José María Requena -hombre de pueblo entrañado con el campo- momentos inolvidables a lo largo de la infancia, juventud y edad madura, y me sentí muy unido a él humana y espiritualmente..." ampliar>>

Enrique Montiel
José M. Requena, una teoría de Andalucía
"Y es que resulta en extremo difícil desproveer la narrativa de Requena, tan pulcra y bien hecha, de lo sociológico, de lo político, de lo histórico..." ampliar>>

 

 

 

 

 
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