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Artículos
de Prensa
Una selección de escritos de prensa publicados a lo
largo de su vida
Poesías y otros textos
Poemas y otros textos sueltos, algunos inéditos
Conferencias
Facultad de Filología de Sevilla, Abril de 1997
Pregones
Pregón de la Semana Santa de Carmona 1952 y la Feria
del Libro de Sevilla 1993
El alma de José María
Requena
Breve colección de textos de José María
Requena sobre Carmona
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Apuntes
autobiográficos |
Carmona
a vuela pluma
Antología de escritos carmonenses de José María
Requena
Vida
y obra de José María Requena
El estudio de investigación más amplio realizado
sobre la vida y obra de Requena, escrito por el Dr. Ángel
Acosta Romero, Profesor Titular de la Facultad de Ciencias
de la Información de la Universidad de Sevilla.
EL ALMA DE JOSÉ
MARÍA REQUENA - TEXTOS
Apuntes autobiográficos es, así, el
primer texto que se incluye en el libro. Escrito a los sesenta
años de edad, constituye una privilegiada descripción
autobiográfica por cuyas líneas rezuma la
Carmona de sus primeros años.
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Apuntes autobiográficos
Por José María Requena
Sevilla,
Junio de 1985
Para empezar, diré que me alegro muchísimo
de haber nacido en un pueblo. Y más, en un pueblo
como el mío, tan entrañado con el campo,
pueblo en alto, sin otros humos que los propios de las
chimeneas caseras, allá en aquellos tiempos del
carbón olivarero, lejos aún la primera
bombona de butano, pueblo, además, histórico,
ceñido por muy gruesas murallas, casi acorazado
frente al llano interminable de la vega, por donde le
llegaron, plenos de colorido y ambición, los
muchos e inevitables guerreros que cada siglo puso en
marcha, ansiosos de vencer y ganar un horizonte y otro
y otro.
Mi padre, farmacéutico. Mi casa, de dos pisos
y azotea, estaba y está a la orilla de la gran
carretera que baja de Madrid hacia Sevilla y pasa rozando
casi la base de una torre que es réplica la mar
de airosa de la gran Giralda, abundante ruido de motores
colándose por los balcones de hierros verdes,
en una travesía que, menos de medio siglo antes,
recorrían las fatigadas diligencias que tantas
y tan doradas tentaciones despertaron en los románticos
bandidos de cante y trabuco, patillas de hacha, morenaza
a la grupa y fama de mala buena gente guerrera generosa
con los necesitados.
Si. Estoy satisfecho de haber nacido en un pueblo. Creo
que me ha convenido. En especial, por cuanto se refiere
a mi trabajo de escritor. Las experiencias pueblerinas
son siempre más completas y detalladas. En la
capital, apenas sí conocemos trayectorias totales
de familias concretas. La vida del pueblo, en cambio,
nos brinda innumerables y completísimas experiencias,
porque su pequeño universo nos queda más
a mano, nos obliga a más frecuentes y diarios
contactos de cercanía. Se trata de una vida menos
traspasada por urgencias, en la que hasta el tiempo
parece que dura más y que está más
humanizado.
Por una grave y crónica enfermedad de mi madre,
mi hermano y yo fuimos a estudiar sucesivamente a dos
colegios internos de los Padres Salesianos. Primero,
en Alcalá de Guadaíra, a quince kilómetros
de Sevilla, y, a partir de mi tercer curso de bachillerato,
a Utrera, ciudad también cercana a la capital
andaluza, si bien los dos internados, con la extrema
rigidez de su disciplina, me parecían distanciados
en más de mil kilómetros del resto del
mundo. Pero, sin duda alguna, aquella larga experiencia
merece una calificación bien alta. Sobre todo,
por lo endurecedora que fue, por lo curtido que me dejaron
por dentro aquellos años, sin más horizonte
que los altos muros de un patio. Por si fuese poca la
crueldad que supone un interminable encierro, en plena
edad de ensueños, mi estancia en aquellos colegios
coincidió con el final de la guerra civil de
España, así como con el comienzo y buena
parte de la mundial. Este dramático paralelismo
debió influir, y mucho, en tales planteamientos
de educación con medidas un tanto cuarteleras.
Salí, por fin, de Utrera, con mis dieciocho recién
cumplidos, verdaderamente hambriento de mundo y de vida,
aunque aquel año cuarenta y tres ya estaba suficientemente
marcado por el hambre más elemental, hambre de
aceitosa cartilla de racionamiento, hambre de pan en
una modesta pensión de estudiantes de Granada,
latitas donde cada cual atesoraba sus propias colillas,
boniatos en la sopa y en el primer plato, también
en el segundo, boniatos asados en el postre. Y nunca
olvidaré que, por puro instinto, al salir de
la Universidad al mediodía, con mis libros de
primero de Derecho, me dirigía a un mercadillo
próximo de carne y frutas, para aliviarme apetitos,
al menos por los ojos. Y por allí, todos los
días, en busca de algún buen hueso a medio
descarnar, se movía un perrazo gran dogo, alto
y poderoso animal de lujo al que no le cuadraba sin
duda semejante comportamiento de mendigo perro callejero.
Sí. Era todo un símbolo aquel animal de
pelaje blanco sucio y grandes manchas negras, símbolo
de una época, rareza llamativa de unos días
en los que estoy seguro que nació en mí,
de modo ya definitivo, la vocación de escritor,
al compás que mi sensibilidad era afinada y afilada
por la carencia de tantas cosas y por esa dolorosa soledad
que suele hacerse tan íntima amiga de la primera
juventud
A veces, me ha parado a rebuscar en la memoria los primeros
brotes de esa vocación por las letras y siempre
he llegado a la conclusión de que los más
decisivos impulsos de tales tendencias coincidieron
con mis circunstancias más dramáticas
y negativas. Once años contaba yo al estallar
la guerra civil. La calle de nuestra casa familiar de
Carmona fue campo de batalla en varias ocasiones, durante
varios días. En la primera de ellas, una compañía
de moros intentó la toma del pueblo y hubieron
de retirarse a Sevilla con unos cuantos heridos. Uno
de aquellos soldados con turbante y chilaba disparó
contra la puerta de la farmacia y la bala hizo estallar
en añicos una caja repleta de ampollas de aceite
alcanforado, con lo que huele eso. La desagradable intensidad
del olor fue como un temido mensaje de alarma para nosotros,
agazapados muy al fondo de la casa, bajo el arco de
un viejo y ancho muro. Por fortuna, todo quedó
en el susto.
Pero la auténtica tragedia no tardaría
en llegar para mi pueblo y para toda España.
De un lado para el otro llegaban noticias de los fusilamientos
que perpetraban en cada parte enemiga. Miles y miles
de murallones de cementerios españoles fueron
ensangrentados, noche tras noche, por los enfurecidos
disparos de la revancha. Meses y meses tachonando vidas
con los negros lápices de la venganza a muerte.
Y, por si fuese poco, la guerra, desde los numerosos
frentes abiertos por los cuatro costados del país,
nos enviaba los desangrados cuerpos jóvenes,
algunos casi niños, con los que incluso habíamos
coincidido en recientes sofocos de juego y griterío.
Nunca habían recogido tantas flores los niños
de España, a uno y otro lado de toda aquella
anchísima desgracia. Los patios todos de España
se quedaron sin flores, porque todos los niños
fuimos a cubrir con flores a quienes regresaban sucios
de tierra enrojecida, desde la terrible lejanía
de las batallas. Raro era el día en que no llegaban
negros mensajes que anunciaban la llegada de un nuevo
féretro sin lujo funerario alguno, lisos y simples
los tablones mal ajustados en la prisa que impone el
vozarrón del cañonazo y el mordisco frenético
de las ametralladoras. Himnos, discursos y banderas
de muy diverso signo se repitieron durante los tres
años de angustia, de rencor y pena. Tres años
en los que hasta nosotros mismos, los espantados niños
de entonces, llegamos a tener por cierto que también
los más jóvenes pueden ser presas de la
muerte, a pesar de que aquellos muchachos se alejaran,
camino de las luces de los héroes, cantando convencidos
de que sus vidas eran inmoribles, llenas de fotos de
muchachas sus carteras, felizmente olvidados de la excursión
primeriza por la selva del álgebra, a punto ya
de senos y cosenos, además de la intrincada tabla
de logaritmos, tan extraterrestre ella.
Los niños de la capital, seguro que no tuvieron
tantas y tan seguidas presencias de la muerte con nombres
conocidos. Los niños de los pueblos entran siempre
como pedro por su casa en los hogares de todos los amigos.
Y allí estaban las madres, casi muertas debajo
del negrísimo luto por el hijo mayor, mujeres
con menos de cuarenta, y ya vencidas, viejas, vueltas
de espaldas a los menores signos de alegría,
y, en especial, profundamente miedosas, con la mano
puesta sobre la cabeza del hijo pequeño, no fuera
que la guerra durara lo bastante como para que también
él se sintiera llamado por aquel remolino de
atrevimiento y sangre.
Para mi futuro de escritor debieron ser muy determinantes
tamaños duros trazos de emociones tan intensas
y continuas, tan repetidas, y, sin embargo, en cada
caso, tan imprevistas y pasmosas, porque nunca faltaba
la minucia más o menos profunda que elevaba a
niveles de sorpresa inolvidable la ya triste costumbre
de la muerte. Por desgracia, ninguna otra escuela de
sensaciones puede compararse con la de una humanidad
así de arañada por la guerra. Y más,
si esa guerra es una guerra civil, guerra entre hermanos,
guerra de ajustar las cuentas por tantos y tan diferentes
motivos, sin descartar, sin más, un saludo con
contestado, una vieja y mantenida antipatía de
familias vecinas, además de todas las fierezas
de las jaurías que un conflicto así desatan
de inmediato los canallas fantasmas del reconcomio y
la envidia.
Plagada de tragedia está la memoria de aquel
niño, que, desde este ahora de madurez, me parece,
entonces introvertido a ratos, un poco así como
voluntariamente replegado hacia unos adentros donde
se encontraba a gusto, aunque quizá fuera más
exacto decir que se sentía muy consigo mismo,
muy repasador de su vida, de toda la vida que veía,
alumno extremadamente atento, en fin, para la extraña
asignatura consistente en coger unos cuantos y generosos
puñados de existencia para convertirlos en versos
de poemas o en expresivas sorpresas de cuento o en un
largo camino anímico de novela.
Pero vayamos un poco en camino de recuperar al muchacho
que, con sus libros primeros de la carrera de Leyes,
acudía a diario al mercadillo aquel, junto a
la catedral granadina, para quitarse un poco de hambre
por los ojos, en coincidencia simbólica diaria
con un gran dogo soñador de huesos grandones
y aun rojizos de carne recién desprendida.
Para mí, dicho sea con la intuición que
sólo puede lograrse al cabo de un buen número
de años, los profesores de aquel curso del cuarenta
y tres nos aprobaron, compasivos, a todos cuantos acudíamos
a las aulas diariamente, desnutridos nuestros rostros
de unos jóvenes que parecían predestinados
sin remedio para los grandes y mortales viajes de una
guerra que ya estaba despedazando la consabida Geografía
Política del Mundo.
El segundo curso de Derecho lo estudié en Sevilla.
La escasa comida de la pensión se aliviaba a
partir del sábado por la tarde en ilusionados
y apetitosos regresos a Carmona, donde, a veces, hacía
su aparición sobre los manteles nada menos que
el prodigio casi litúrgico de una telera de pan
blanco. Bien tristes fueron, sin embargo, aquellos años
de pueblo con una mayoría verdaderamente hambrienta,
de gañanes parados al filo de la carretera general,
delante de mi casa, pendiente de la buena colilla de
cigarro apenas apurado, y nada digamos, si algún
fumador privilegiado echaba al suelo de los alcances
el aromático chicote de un cigarrillo.
Fue una época en la que, sin duda alguna, prevalecía
la importancia de las cosas. Es más: yo diría
que, a fuerza de necesitarlas, llegamos a humanizarlas
con una clase de ternura que hubiera resultado del todo
imposible en cualquier otro tiempo más o menos
entreverado de abundancia. Y más concretamente,
para mis propios cimientos de muchacho ilusionado con
escribir, fue especialmente enriquecedora aquella oportunidad
de encariñarse con tantas y tan amables presencias
inanimadas, que, sin embargo, parecían solicitarnos
concesiones de vida, en limosnas mínimas de caricias
y afectos. ¡ Ay, amigos, las cosas, la profunda
importancia de las cosas más simples ¡
Al cabo de tantos años y de tantísimos
folios, empiezo a valorar debidamente la participación
tan entrañable que las cosas cumplieron en las
páginas propias menos nubladas por el extremo
ejercicio de la insatisfacción.
Carrera de Derecho adelante, algunas muchachas de por
medio, llegó el estudiante a licenciado, allá
por el mes de Junio del cuarenta y siete, cuando en
los bares y restaurantes de España predominaban
los bien instalados por razones políticas, además
de los amos del mercado negro, más cualquier
diablo mercachifle, menos los universitarios, gente
rara que parecía recibir un castigo por cuantos
años de manifiesta superioridad sobre los hombres
que compraban y vendían objetos. La carrera de
Derecho se nos ofrecía con tan "muchas salidas
como escasas entradas". Los puestos vacantes para
oposición fueron ocupados por los licenciados
recientes, de estrellados uniformes todavía,
y los innumerables puestos de asignación a dedo
resultaban inasequibles para quienes no participábamos
en los aprovechados juegos de la política.
Llegaron para mí los años de silencio,
allá en Carmona, con asignación paterna
de cinco pesetas diarias, lo justo por aquellas fechas
para el paquete de cigarrillos y alguna que otra cerveza.
Pero, eso sí, también hay que reconocer
que tales años de apartamiento y falta de esperanza
supusieron para mí la primera ocasión
para dedicarme de lleno y muy seguido a la pasión
de escribir, si bien con los nerviosismos de quien tiene
una carrera universitaria a la que no consigue sacarle
fruto y seguridad material para un futuro que se nos
enseñaba realmente feo y ennubarrado. La vieja
máquina de escribir de la farmacia fue mi compañera
y amiga durante innumerables horas de soledad, encarado
con los duros forcejeos de la creación literaria,
comenzando, cómo no, por los poemas, el género
más de juventud, versos preferentemente libres,
con ritmo y sin rima, desatados, palpitantes, muy hermanados
con los desencajados calendarios que cumplíamos.
Y, al fin, mi padre, por consejos de un buen pintor
amigo suyo, don Joaquín Valverde Lasarte, académico
de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, accedió
a costearme en la capital de España los estudios
de la Escuela de Periodismo. Y allá que me fui,
más deseoso de contactos literarios que de encararme
de nuevo al rigor de los libros de texto. Pero, por
fortuna, en la Escuela de Periodismo, más que
las asignaturas, prevalecían los contactos entre
unos alumnos cuya mayoría colaboraba ya en periódicos
de Madrid y de provincias. En contra de lo que presentía,
la Escuela fue una experiencia muy agradable, estimulante
y orientadora.
Una vez acabados los tres cursos, ingresé como
redactor en "La Gaceta del Norte", diario
de Bilbao, donde un verano antes estuve realizando dos
meses de prácticas periodísticas. Nos
agradábamos mutuamente la publicación
y yo y cerramos el trato. Esto supuso para mí
no sólo un gran salto geográfico, sino
también la gran posibilidad de conocer un país
tan peculiar como la tierra vasca, de uno de cuyos valles,
a mediados del pasado siglo, partió hacia Andalucía,
para afincarse definitivamente en Carmona, uno de mis
bisabuelos maternos, Macario Yzaguirre Altube, natural
de Aramayona, Alava, Vascongadas. De ningún modo
hubiera podido imaginar que habría de ser yo
el primero de aquella descendencia andaluza que retornara
a la distante tierra de las raíces. Por supuesto,
mis compañeros y amigos del Norte me indicaron
bien pronto las características marcadamente
vascas de mi rostro alargado. Cerca de nueve años
permanecí en Bilbao, aunque sin perder mi acento
andaluz. Enriquecido por un ambiente tan singular en
muchos aspectos, eso sí, pero, manteniéndome
en mi bien soleada mentalidad de andaluz, y bien andaluz.
Mi trabajo de reportero un tanto preferido me dio cientos
y miles de ocasiones para conocer de cerca las gentes,
los problemas y las adversidades, los estilos de trabajo
y de diversión, las fiestas y los deportes. Festejos,
sucesos, hasta cinco vueltas de ciclismo, más
una de Tour de Francia, un sin fin de reportajes taurinos,
en entrevistas y viajes con matadores de toros, cultura,
bellas artes, costumbres, curiosidades mil que el periodista
tiene que descubrir en el ejercicio de su empecinada
cacería de asombro, rarezas, trascendencias y
sustos.
Pero, con todo, en mitad de ese entusiasmado torbellino
del periodista de atención intensa y un tanto
ambicioso de temas y de aciertos informativos, me resonaban
muchas veces las palabras, más o menos exactas,
con que Hemingway se refería al periodista puesto
en relación con la literatura: "Para el
escritor, el periodismo puede ser una buena escuela,
siempre que lo abandone a tiempo". Estaba yo más
que convencido de que mis ilusiones literarias se aplazaban
demasiado, porque la profesión periodística
llega a absorberte de un modo realmente desmesurado
y sin una compensación ni tanto así de
proporcionada, ni en lo material ni en cuanto a las
satisfacciones más puramente vocacionales.
Cuando en 1964 regresé a Sevilla, como subdirector
del diario "El Correo de Andalucía",
el derroche aquel de dinamismo propias del autor de
reportajes desembocó en la tranquilidad, muy
relativa, por supuesto, de un despacho. El control y
la responsabilidad contra reloj, tampoco habrían
de constituir precisamente el clima ideal para intentar
un despegue rumbo a los cientos de folios que llevaran
al frente la palabra novela. Pero era necesario ir preparando,
ya mismo, la pista que me permitiera al menos los primeros
revuelos de ensayos cada madrugada más y más
ilusionados. Sobre las dos o las tres de la mañana,
ala regresar a casa, me entregaba a mi hogareña
máquina de escribir. Había que olvidar
el sueño, el cansancio y los demás motivos
o pretextos que amargaban tanto y tan hondamente los
mal contenidos brotes de mi vocación.
Al cabo de unos años, después de un buen
montón de noches estiradas, en los últimos
días de septiembre de 1971 di por finalizada
mi primera novela, "El cuajarón". Con
el tiempo justo para que llegara dentro de plazo, la
envié a Barcelona, a la convocatoria del Premio
Nadal. Por lo pronto, ansioso de que mi obra fuese seleccionada
entre las quince o veinte finalistas del premio español
de mayor prestigio. Y, sin embargo, en esta ocasión,
afortunadamente, mis cálculos pecaron de modestos,
porque "El cuajarón" resultó
ser la obra ganadora.
Y, llegado a este punto, resulta obligado aclarar que,
por no interrumpir mis apreciaciones sobre la relación
más o menos compatible del periodismo con la
literatura, dejé de referirme a algo de tanta
importancia como que, estando en la redacción
de "La Gaceta del Norte", pasé unas
vacaciones navideñas en casa de un amigo de León,
donde no sólo me divertí a lo grande,
sino que, además, conocí a Rosita, con
la que contraje matrimonio un año y medio después.
Cinco hijos completan bastante numerosamente nuestra
familia: cuatro varones y una hembra.
Mi tiempo, salvo el que dedico a algunos artículos
de prensa, está más que lleno y pleno
por mis afanes narrativos. Trabajo en casa. No en un
despacho, sino más bien en un cuarto con paredes
repletas de libros y en mitad de un desorden bastante
bien ordenado.
Por las tardes, llueva o ventee, me doy largos paseos
urbanos. Es necesario conservar la agilidad de las piernas.
No todo puede quedarse en la imaginativa actividad desplegada
por un hombre en continuo peligro de apoltronarse ante
esa máquina con la que redacta los intensos folios
de sus novelas.
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Marzo de 2011
Carmona a
vuela pluma
La Delegación de Cultura
del Exmo Ayuntamiento de Carmona, Olavide en Carmona
y Servilia Ediciones, presentaron en el Parador Nacional
de Carmona el libro: "Carmona
a vuela pluma. Antología de escritos carmonenses.
José Maria Requena". Antonio Montero
Alcaide, editor de la obra, junto a Juan María
Jaén Ávila, hicieron una semblanza de
los textos recopilados y la biografía del autor.
ampliar>>
Junio de 2010
Pintura y
poesía
Entre el 4 y 20 de junio se expone en la Biblioteca
Pública Municipal de Carmona una muestra
de pintura a cargo de alumnos del Aula de Pintura
de Carmona, que bajo dirección de la profesora
Dña. Manuela Bascón han realizado una
serie de cuadros inspirados en poemas de José
María Requena. ampliar>>
Enero de 2010
Memorias del
periodismo sevillano
Con motivo del primer centenario de la Asociación
de la Prensa de Sevilla, se presentó la
obra "Periodistas
de Sevilla (Retratos de autores de dos siglos)",
editada por Mª José Sánchez-Apellániz,
y que recoje un homenaje a las personalidades más
destacadas del periodismo hispalense en los últimos
dos siglos. ampliar>>
Julio de 2008
Décimo
aniversario
El 13 de julio de 2008 se cumplen diez años
de la muerte de José María Requena.
El escritor sevillano Antonio
Montero Alcaide homenajea su memoria en un artículo
en ABC de Sevilla. ampliar>>
Noviembre de 2002
Publicada
la obra completa
Editada por el Ayuntamiento de Carmona, ya está
disponible el tercer y último tomo de las obras
completas de José María Requena.
Se trata de un total de tres volúmenes que
recogen toda su producción poética,
novelística, ensayística y de narrativa
breve, además de una selección de artículos
de prensa y diversos textos. Para más detalles:
archivo@carmona.org
Teléfono: 954191458
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Antonio Petit Caro
Reivindicación
de José Mª Requena en el cincuenta aniversario
de la muerte de Juan Belmonte
"Ahora que se conmemora con
los honores que le son debidos a su memoria los 50 años
de la
muerte de Juan Belmonte, es momento para reivindicar
la autoría de la primicia periodística
de aquella luctuosa noticia. Y es que fue el escritor,
poeta y periodista sevillano José María
Requena quien primero lanzó al mundo la versión
completa de lo que no fue sino una tragedia en "Gómez
Cardeña"...." ampliar>>
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Manuel Losada Villasante
En recuerdo
de José M. Requena
"Compartí con José
María Requena -hombre de pueblo entrañado
con el campo- momentos inolvidables a lo largo de la
infancia, juventud y edad madura, y me sentí
muy unido a él humana y espiritualmente..."
ampliar>>
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Enrique Montiel
José
M. Requena, una teoría de Andalucía
"Y es que resulta en extremo
difícil desproveer la narrativa de Requena, tan
pulcra y bien hecha, de lo sociológico, de lo
político, de lo histórico..." ampliar>>
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